Ocho y media de la tarde, llanete repleto, las saetas se desgranan, se escucha el siseo, todo el mundo pendiente y, en tres tiempos, la Virgen sube a los hombros de sus enlutados santeros. Sisea el manijero, primeros horquillos, muy lento, cadencioso, casi pesado el paso, ahondando en la pena de la Soledad de María.
Así, poco a poco, flor a flor, entre una nube de incienso que a muchos molesta y que, tal vez, deberían quedarse en su casa, avanza la Virgen. Ante ella, sus cuatro acólitos ceriferarios a las órdenes de un riguroso pertiguero se encargan de dar luz al camino del ascua encendida de Santiago. Todo es perfecto, en el más honda tradición lucentina y, sin dejar atrás su sello, aportando la elegancia el último día de la semana de Pasión.
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