En la noche del viernes de dolores y, tras los rezos ancestrales del miserere, y con ecos de tambores que se iban alejando con su son cuaresmal, tan lucentino, en la iglesia de San Pedro Mártir, se apagaban las luces y, presidiendo el templo, la imponente figura del Nazareno.
Poco a poco, se fueron desgranando las catorce estaciones con la imagen del Gran Poder de Dios, cristo Yacente y, Jesús, observaba su suerte cargado con las cruz argéntea del pecado de todos nosotros.
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